Te despiertas, y hoy se suponía que iba a ser diferente. Ibas a empezar de cero, ir al gimnasio, sentirte bien contigo misma. Pero en vez de eso… pospones la alarma. Otra vez. Y otra vez. Y ya estás de mal humor antes siquiera de poner un pie en el suelo.
Te apresuras por la mañana, saltándote ese desayuno saludable que te prometiste, y coges cualquier cosa rápida—algo que ni siquiera te satisface. Adiós al plan. Te dices que más tarde tomarás una mejor decisión, pero en el fondo… ya sabes perfectamente cómo va a ir este día.
Tu lista de tareas te mira fijamente, pero tú… haces scroll. Querías tener impulso, avanzar, pero ahora sientes que solo estás perdiendo el tiempo. ¿Ese entrenamiento que habías planeado? Saltado. ¿Ese proyecto que querías empezar? Pospuesto—otra vez. Y con cada pequeño fallo, esa vocecita en tu cabeza se hace más fuerte: ¿Ves? Ya lo arruinaste. Mejor deja pasar el día.
Al llegar la noche, estás agotada por un día que en realidad nunca empezó. Te desplomas en el sofá, entumecida frente a Netflix, diciéndote: Mañana. Mañana será diferente.
Pero… ¿cuántas veces te lo has dicho ya?
¿Y cuánto más estás dispuesta a dejar que un solo momento decida todo tu día? ¿Toda tu vida?
